Preparado, listo, ya.

Miró a las dos luces que lo alumbraban desde allí arriba. Le hipnotizaban, como siempre. Cayeron todas las hojas, como si del otoño se tratase; se hizo la oscuridad en medio de la noche y solo sentía ya el destello de aquellas dos pequeñas y brillantes luces, que parecían seguirlo en cada uno de sus movimientos. Buscó con la boca el aliento que necesitaba y necesitaría más tarde y lo encontró tan cálido como siempre, tan dulce como siempre. Cubierto por aquella oscuridad palpó el terreno que tan bien conocía para prepararse, cuando un espeso viento le tensó completamente; era lo que estaba esperando, comenzaba la acción. Empezó a correr como siempre hacía, subiendo y bajando las leves y suaves colinas mientras el viento lo mecía lentamente. Continuó corriendo y llegó a otro lugar. La superficie allí parecía húmeda, sin embargo no había caído ni una gota desde aquel impenetrable cielo. Corría, saltaba, tropezaba y caía con la torpeza de la oscuridad. Aunque no veía nada sabía muy bien por donde se movía y lo hacía con la maestría que otorga la práctica: como cuando tus pies recorren solos un camino que has hecho millones de veces, aunque tus ojos no los guíen. Lo intuía, sabía que era por allí y por fin llegó al lugar que había deseado. El viento, que había sustituido poco a poco el leve balanceo por un firme zarandear paró de golpe al internarse en aquel lugar. Allí estaba cómodo, era su sitio, donde debía estar. Pasó largo rato escondido, saliendo en contadas ocasiones a observar el techo repleto de puntitos de luz que le cubría; pero cuando supo que no podía más, se quedó allí, en ese lugar tan cálido y familiar. Y lloró. Lloró dulce y silenciosamente. Lloró de amor. Y después paró. Volvió por donde había venido. Ya no quedaba ni un resto de aquella fuerza y vitalidad. Inerte, exhausto. Todo volvió a ser como antes, como todo el mundo opinaba que debía ser, como siempre era. Y durmió.